Columna | La abdicación de Juan Carlos I de Borbón

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La dinastía de los borbones ha sido una verdadera plaga durante los tres siglos de reinado de España: baste recordar a Carlos IV y su esposa María Luisa, y su imante válido, Manuel Godoy; a Fernando VII, “el rey felón” – como lo llamaban sus súbditos – uno de los seres humanos más miserables que han pasado por la tierra, un tipo tragón, que se enfermó de gota a fuerza de consumir ricos y costosos manjares sin ningún control, como también un traidor a su pueblo cuando luchaba contra la invasión de los franceses, (1808); este rey pretendía formar parte de la familia de Napoleón que, con razón, lo despreciaba cual polilla abyecta; una vez liberado del supuesto cautiverio en Francia, juró respetar la Constitución liberal española de 1812, la Pepa, pero nuevamente la traicionó reimplantando el absolutismo y la inquisición.

A este rey le sucedió, saltándose al legítimo heredero, según la ley sálica, su hermano, Carlos de Borbón – conflicto que dio origen a los carlistas o les requeté de Navarra – su hija, Isabel II, una obesa mórbida, que heredó de su padre concupiscentes, pero fue derrocada por la gloriosa revolución y, posteriormente, dio lugar después a una corta primera república.

Alfonso XII fue, quizás, el único de los borbones que tuvo un gobierno más o menos pasable; se siguió Alfonso XIII, que fue un verdadero desastre: apoyó la tiranía de Miguel Primo de Rivera, ganándose la antipatía tanto de la nobleza, como del pueblo español; por otra parte, sufrió una derrota de proporciones en las elecciones municipales de 1931, partiendo a Marsella al exilio, sin pena ni gloria.

El sucesor, don Juan de Borbón, conde de Barcelona, estuvo radicado en Portugal, y nunca se entendió bien con Francisco Franco, sin embargo adoptó y educó a su hijo Juan Carlos para que lo sucediera a su muerte. Hay que reconocer que Juan Carlos I tuvo una decorosa actuación en el golpe de Estado de Antonio Tejero, en 1981.

Este rey, ya entrado en años, no ha hecho más que deteriorar su buena imagen de comienzo, sumado a los incidentes delictuales de algunos miembros de su familia. Los famosos “viajes de recreo” al África para de cazar elefantes, en costosos safaris, sumado al delicado período de crisis económica de España, han tenido a la monarquía por los suelos, con un alto nivel de rechazo popular, que clamaba por el fin de su reinado.

España no ha tenido la suerte esperada con sus dos experiencias republicanas: a mi modo de ver, la Constitución de 1931 es una de las más avanzadas en la historia de ese país, pues garantiza las autonomías regionales, en especial Cataluña, el país vasco y Galicia, – desafortunadamente, sólo se llevó a cabo en Cataluña, en la generalitat -; por otra parte, esa Constitución garantiza la separación de la Iglesia y el Estado y el laicismo en educación, y otras cuantas medidas progresistas.

Por desgracia, en España no existe aún un movimiento fuerte y poderoso que logre impulsar unas cortes constituyentes capaces de formular una nueva Constitución que consagre una y III República y garantice, efectivamente, derechos económicos y sociales, propios del Estado de bienestar, que el corrupto Partido Popular está a punto de destruir.

El rey, a pesar de algunos aspectos positivos durante su largo reinado, va a pasar a historia sin pena ni gloria, como sus predecesores. Al fin y al cabo, los borbones son una mancha en la historia de España, de la cual podría exceptuarse a Carlos IIII y a su ministro del reino, Conde de Aranda – este último, un buen masón que expulsó a los jesuitas, y así le hizo un gran favor a la independencia de las colonias americanas, por la influencia de los escritos de los exiliados de la Compañía., entre ellos, el Catecismo político Cristiano, firmado por José Amor de la Patria -.

Rafael Luis Gumucio Rivas