Columna | Los progresistas y la crisis de representación política

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Asistimos, a comienzos del siglo XXI al agotamiento de antiguas formas de hacer política. Con el derrumbe del Muro de Berlín murió la concepción del partido político, como el Maquiavelo moderno – para usar a terminología de Gramsci – una agrupación de revolucionarios profesionales que se constituían en la vanguardia del proletariado. A su vez, posteriormente al derrumbe del socialismo autoritario, hemos asistido a la pérdida de poder, tanto de la socialdemocracia, como de las democracias cristianas, partidos que dominaron el parlamentarismo europeo y se extendieron a América Latina.

A partir del mes de enero del presente año se ha producido una rebelión social, de tipo horizontal, sin liderazgos muy conocidos, apoyados por las redes sociales, especialmente en Túnez, Egipto, Libia, Bahrein, y amenaza con extenderse a Marruecos y Argelia. En todos estos países, los regímenes autoritarios, de larga duración, y que profitaron de los movimientos de los países no alineados, en un momento dado, y que posteriormente se perpetuaron en el poder, basados en el combate contra el terrorismo y el islamismo radical. En África del Norte comienza a nacer, en forma muy embrionaria aún, de rebelión de la sociedad civil, cuyo norte político se hace muy difícil de visualizar.

Es cierto que a la crítica y derrumbe de los partidos políticos, sean estos totalitarios o socialdemócratas, o de inspiración cristiana, válida en cuanto han dejado de ser la conexión entre la sociedad civil y el Estado transformándose en mafias que conceptúan el poder como un botín al servicio de sus líderes y militantes, han acentuado la lejanía entre las instituciones políticas y los ciudadanos.

La respuesta frente a la crisis de representación, producto del desprestigio de la institución parlamentaria, y, sobretodo, del sistema de partidos políticos y del creciente desprecio y alejamiento de las grandes mayorías ciudadanas de los asuntos públicos, ha sido el populismo, sea este de derecha o de izquierda – en Europa, Berlusconi, Sarkozy; en América Latina, Calderón, Santos y, en cierto sentido, Piñera-.

El populismo de derecha, una especie de bonapartismo, viene a cubrir el fracaso de los tradicionales partidos históricos – conservadores y liberales – o, como en el caso de Italia, el derrumbe de democratacristianos, socialcristianos y comunistas, al vacío histórico dejado por los partidos surgidos en la Guerra Fría, a quienes les sucede, en algunos países, una forma de populismo de derecha, cuyo norte es conquistar a los sectores populares en base a demagogia y promesas fáciles y, e veces engañosas, convirtiendo al ciudadano en cliente seguro de la prolongación autoritaria de una nueva forma de paternalismo corrosivo, corrupto y farandulero.

Este mismo vacío provoca una respuesta aparentemente se signo contrario: populismo que se autodefine como revolucionarios y de izquierda pero que, en la práctica, carecen de un proyecto político, democrático y participativo, capaz de gestar una democracia directa, caracterizada por un pluralismo partidario, que exprese las diversas formas de concebir una sociedad libre, de una gran riqueza en las organizaciones sociales.

En nuestro país, tanto los partidos de la Concertación por la Democracia, como los de la Coalición por el Cambio, son expresión de la crisis de los partidos clásicos, surgidos de la Guerra Fría – socialdemócratas y democratacristianos – como del populismo derechista de la UDI, o la supuesta Nueva Derecha, propuesta por RN.

Este régimen de partidos está completamente agotado lo único que puede producir es la radicalización de la crisis de representación que, de no surgir un partido abierto a los ciudadanos y abierto al siglo XXI, sólo puede llevar al país a populismos de derecha o, supuestamente, revolucionario que, finalmente, terminan o en el marasmo o en autoritarismos insoportables para la sociedad civil.

El Partido Progresista no puede ser una repetición de aquellos surgidos antaño, o fundados en base al populismo de derecha o de izquierda. El Partido Progresista debe terminar con la famosa ley de Michels, de las tendencias oligárquicas en los partidos políticos; debe ser expresión y canal directo de la sociedad civil. Dentro de sus objetivos fundamentales está la construcción de una democracia representativa, semipresidencial, con elementos centrales de democracia directa – referéndum, plebiscito, iniciativa popular de ley, revocación de mandatos, primarias vinculantes y obligatorios para todos los cargos de lección popular; además, impulso de un Chile federal, poniendo fin al monstruoso centralismo que ahoga a las regiones-.

En resumen, el Partido Progresista debe constituirse en la superación de los vicios que han conducido a la sociedad ele siglo XXI al rechazo de una forma de hacer política, cuyo centro ha sido el reemplazo de la sociedad civil por el partido, y la apropiación de éste por un pequeño grupo de audaces, cuyo objetivo eje consiste en apropiarse del poder del Estado en beneficio personal.

RAFAEL LUIS GUMUCIO RIVAS